Por Carlos Girotti (*)
En breve se cumplirá una década del levantamiento popular que, en diciembre de 2001, echara al gobierno de Fernando De la Rúa. Se trata de un período histórico signado por dos rasgos cruciales: la apertura de una crisis de hegemonía –expresada como crisis de la representación política- y la no constitución de una fuerza social orgánica en condiciones de superar la mera resistencia al neoliberalismo y pasar a la ofensiva. Estos dos rasgos han marcado los últimos diez años. Sin embargo, todo lo ocurrido desde 2001 y, en particular, los contundentes resultados de las elecciones primarias del pasado 14 de agosto y los que le darán un triunfo inapelable a Cristina Fernández de Kirchner el próximo 23 de octubre, indican que nos encaminamos a una nueva situación política. Las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 le pusieron fin a la larga hegemonía neoliberal. Todo el andamiaje de la representación política, fundado en el sistema de partidos que emergió tras la dictadura cívica y militar y que acompañó la restauración democrática, prolongó y consolidó durante un cuarto de siglo las formas de la dominación que habían sido impuestas al compás del genocidio. Ese andamiaje posibilitó que el Estado dictatorial, surgido en 1976, fuera reconstruyéndose a sí mismo como expresión del nuevo bloque de poder que, a sangre y fuego, había derrotado a la configuración de alianzas sociales fundadas en los orígenes del peronismo. Así, el Estado de la restauración democrática continuó siendo el producto de la condensación de la correlación de fuerzas impuesta a toda la sociedad por la nueva composición de la clase dominante. La coerción brutal de los años de plomo le había cedido paso a las formas democráticas del consenso pero, en este pasaje, la “comunidad de negocios” emergente de la dictadura había logrado legitimar su condición hegemónica. El menemismo fue la expresión más cabal de ello una vez que la transición democrática, encarnada en las tibias e impotentes reformas alfonsinistas, abriera camino a la subordinación imperial, la extranjerización de la economía, la concentración de la riqueza, el desmantelamiento completo del antiguo modelo industrial y la larga cadena de inequidades sociales que todo ello aparejó como consecuencia directa. El espejismo de la convertibilidad hizo que vastos sectores sociales acataran pasivamente este despliegue neoliberal funcionando, en la práctica, como una suerte de “clase de apoyo”, pero también hubo una resistencia creciente que, a partir de la Marcha Federal del 6 de julio de 1994, desembocaría en un crédito de confianza a la candidatura de De la Rúa como respuesta a los dos gobiernos menemistas. Como ya sabemos, ese crédito fue rápidamente dilapidado y la reacción popular ganó las calles en aquel levantamiento sofocado en sangre tras la declaración del estado de sitio.
Sin embargo, la insubordinación popular careció de una dirección orgánica. Los liderazgos legitimados durante el período de resistencia carecieron –por acción u omisión- de la firmeza necesaria para convertir a las jornadas de diciembre en la partida de nacimiento de un bloque popular alternativo a la crisis estructural que se había desatado. Sin conducción ni programa, librada a su sola espontaneidad y a sus evidentes contradicciones internas, la irrupción popular de 2001 sólo pudo avanzar a tientas hasta que se topó frente al abismo abierto con los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en junio de 2002. Ese aviso terrible, tramado y ejecutado con precisión en el interinato de Eduardo Duhalde –cuando éste ya había dispuesto la pesificación asimétrica y el fabuloso traspaso de recursos al gran capital- fue la señal de detención que permitió que la convocatoria a elecciones presidenciales actuara conjuntamente como válvula de descompresión.
Pero entre la bronca popular en las calles y la institucionalidad democrática había un páramo. Nada había podido florecer allí que no fuese un descreimiento absoluto en el valor de la política como instrumento de los cambios. El clamor para que “se vayan todos” hablaba del repudio a los representantes, pero nada decía acerca de una nueva matriz de la representación, ni mucho menos acerca de la profundización de la democracia y un nuevo tipo de Estado, con lo que la política también debía ir a la cloaca de la Historia. En esas condiciones surge el ignoto Néstor Kirchner quien, tras la huida de Menem ante la segunda vuelta electoral, arriba al gobierno notoriamente fragilizado por la obtención de sólo el 22% de los votos en la primera y única ronda de comicios.
Quizás, para despejar cualquier duda y evitar equívocos, sería conveniente pormenorizar aquí todos y cada uno de los logros gubernamentales que el santacruceño alcanzó desde que pronunciara su histórico discurso del 25 de mayo de 2003. Hasta resultaría un verdadero homenaje hacerlo, de ese modo y ahora, casi en las vísperas de cumplirse el primer aniversario de su muerte. Pero Néstor Kirchner se reencontrará con la memoria y la valoración de todo el pueblo cuando, el próximo 27 de octubre, renovadas multitudes vuelvan a ganar las calles y las plazas para exteriorizar su reconocimiento a quien, con tozudez y osadía, supo inaugurar una época histórica que hoy se encamina a definir su horizonte característico. Bastará entonces decir aquí que el kirchnerismo –considerado ya como un fenómeno político, económico, social y cultural- es exactamente eso: el advenimiento de una época distinta que, a caballo de un proceso continuado de reformas, se concibe a sí misma como la búsqueda de una respuesta autónoma a la impronta dejada por la hegemonía neoliberal. No fue de otro modo que Cristina fundó el inicio de su actual mandato y debió medir la firmeza de esos fundamentos en la dura prueba destituyente que le impuso, a poco de andar, la nueva derecha convertida en restauración conservadora cuando intentó aplicar la Resolución 125 en 2008.
El kirchnerismo, entonces, como motor de una época signada por esa búsqueda autónoma que, al cabo, es su razón de ser. Porque una época – lo hemos dicho recientemente en otro artículo- “es, antes que nada, todo aquello que ha dejado atrás y también es todo aquello que la define hacia el futuro como búsqueda de éste en tanto que realización de sí misma. Pero también el advenimiento de una época es la disputa que la hizo posible y aquella otra que la consolidará como una marca indeleble en la historia social y cultural de las naciones y los pueblos”. Lo que ha quedado atrás es el acatamiento pasivo, la subordinación (consensuada o a palos) a un modelo de dominación que hizo añicos a las distintas alianzas populares en Suramérica hasta el ingreso de este siglo y que ahora insiste en perdurar en medio de la crisis desatada por él mismo en las economías centrales. Es una paradoja que el neoliberalismo –que se autobautizó en los países del Norte imperial como el fin de la Historia- encuentre un rotundo mentís en este castigado continente del Sur y allí, en su Norte natal, fagocite al tipo de sociedad que lo prohijó como tabla de todas las medidas de lo humano. Aquí en Argentina y en los demás países de la región, la Historia sigue a contrapelo del neoliberalismo y de su fracaso y, lo que es más, sigue con otros protagonistas que comienzan a pugnar por esa “marca indeleble”.
Y este es el otro punto. Las reformas que –no sin disputa con el viejo orden neoliberal- introdujeron Néstor y Cristina Kirchner, posibilitaron que, de conjunto, todas ellas abonaran el camino para el logro más resonante de la última década: la restitución a la sociedad de la confianza en la política. Esa confianza, que había sido incinerada en las fogatas de 2001, en los caceroleos, en el trasegar de los pequeños ahorristas para escapar de los corralitos y los corralones, que había sido asesinada en el Puente Pueyrredón y bastardeada más tarde con la huida de Menem ante su ineluctable derrota en la segunda vuelta electoral, esa confianza, decimos, volvió para quedarse. Hubo señales de ese retorno mucho antes del 14 de agosto pasado. Fue en los festejos multitudinarios del Bicentenario, en el Luna Park repleto de jóvenes, en el pueblo que dolido y firme despidió los restos de Néstor y en ese mismo acto proclamó a Cristina como su candidata natural para las presidenciales venideras, en los dos millones y medio de asistentes a Tecnópolis (verdadera contracara de Expoagro y la Feria en la Rural). Ahora, con esa confianza restituida, una nueva fase de esta época se inicia.
Digámoslo así: hasta aquí el conjunto de reformas se llevó a cabo sin que una fuerza social orgánica existiese, esto es, sin que una alianza práctica de intereses entre actores sociales afines fuera, a un mismo tiempo, origen consciente y reaseguro de los cambios. Había que pasar “del infierno al purgatorio” solía decir Kirchner. Esa imagen bíblica ilustraba la enorme dificultad de acometer ese tránsito sin que un sujeto social concreto asumiera como propio el desafío porque ningún sujeto se reconocía a sí mismo que no fuera en la desconfianza visceral hacia la política. Ese pasaje no podía ser de abajo hacia arriba por lo ya dicho al inicio y Kirchner lo comprendió mejor que nadie. Ahora, en cambio, el proceso de reformas operado desde las iniciativas gubernamentales (un “arriba” que fue ganando credibilidad) ha gestado un “abajo” distinto. Es la conciencia expresada en la consigna “Nunca Menos”, ratificada en el aluvión de votos del 14 de agosto y, con toda seguridad, ampliada el próximo 23 de octubre. Es el comienzo de otra clase de búsqueda, esta vez desde la subjetividad, de aquello que aquí hemos llamado la marca indeleble. O, para decirlo con las palabras de Álvaro García Linera, el Vicepresidente boliviano: un “horizonte de época”, ese trazo característico e inalienable de un período histórico que hace que las contradicciones y antagonismos sociales, así como su resolución, se den en el marco de una nueva hegemonía política, económica, social, cultural y, notablemente, moral.
Pero no hay hegemonía en la sociedad sin un sujeto de clase que la encarne y la multiplique en las relaciones sociales que de dicha hegemonía se derivan. La hegemonía no es una ordenanza, así como la correlación de fuerzas entre los intereses en pugna dentro de la sociedad no se mide en tal o cual aspecto sino en la totalidad social. De hecho, y a pesar de la dramática evidencia de que el capitalismo ha puesto a la Humanidad al borde de un precipicio insondable, recién se comienza a andar la senda del post neoliberalismo sin que pueda avizorarse una tendencia firme hacia el post capitalismo. Es señal de que la subjetividad cuenta y mucho. Pero es que de eso se trata, de que en Argentina, así como en Suramérica, se han creado las condiciones para una nueva subjetividad y toda subjetividad implica disputa.
La renovada confianza en la política, en su valor como instrumento de los cambios, hará que, de ahora en más, diversos sectores sociales intervengan en la agenda estatal. Algunos lo harán desde perspectivas inmediatas o reivindicaciones acuciantes, corriendo muchas veces el riesgo de sucumbir en el afán corporativo, mientras que otros, en idénticas condiciones de urgencia, intervendrán con la mirada puesta en el interés público. Tampoco faltarán los que, acostumbrados al usufructo del viejo poder, quieran hacer prevalecer su mezquindad por sobre el bien común. Como fuere, el país se apresta para ingresar a una nueva fase de esta época, precisamente aquella que le dará a ésta su impronta definitiva.
En términos históricos, quedan abiertas las puertas para la constitución del bloque popular sin el cual es impensable la posibilidad de profundizar los logros obtenidos hasta aquí. Su constitución, claro, depende de múltiples aspectos que razones de espacio impiden abordar en este artículo. Sin embargo, no podemos dejar de señalar el papel de los trabajadores organizados y los modos que escojan en lo sucesivo para encontrar puntos cruciales de unidad en la acción que les permitan actuar de conjunto aun cuando partan de esquemas organizativos distintos. Otro tanto les cabe a los agrupamientos territoriales, compelidos a moverse con estrategias de sobrevivencia y hoy llamados a hacer del territorio un enclave de nueva ciudadanía y formas plurales de democracia asamblearia y participativa. A los jóvenes, que en todos los órdenes de la vida social han irrumpido haciéndose cargo de su protagonismo político; a los movimientos de mujeres, que en brevísimo tiempo histórico han logrado conquistas impensables décadas atrás y que se aprestan para mayores conquistas; a los intelectuales, que como nunca antes vienen sosteniendo una contracultura imbricada en el avance popular; a los empresarios de la ciudad y del campo, que desplazados por el bloque de poder neoliberal han comprendido cabalmente que su suerte está atada al mejoramiento de la calidad de vida de millones y millones de trabajadores.
Un bloque popular, en definitiva, que tome bajo su responsabilidad la decisión autónoma de hacer avanzar este proceso histórico y que le dé a la época actual aquello que todavía sigue en disputa: su curso definitorio.-
(*) Dirigente de la CTA de los Trabajadores. Integrante de Carta Abierta.
8 de septiembre de 2011. Artículo para la Revista 2016.