3.12.08

Con decir culo no alcanza

por Pablo Alabarces *


Tengo guardada en algún lugar una entrevista que Página/12 le hizo, allá por fines de los 80, a Heriberto Muraro, quien fuera por muchos años uno de los más prestigiosos analistas de los medios en la Argentina. El título era tan provocador como inolvidable: "Hay que darle tiempo a Romay". El argumento de Muraro consistía en que el mero paso del tiempo le iba a permitir a Alejandro Romay, entonces orgulloso dueño de todo el rating y del único canal privado, el 9, el de la palomita, mejorar la calidad de su producción: que con paciencia y con saliva iba a unir, finalmente, el olfato popular con la calidad estética, Quedaba claro, por si a alguien le flaquea la memoria, que la calidad de los programas del 9 era poco menos que paupérrima, medida con la vara que se quiera: pero que a la vez eran de gran impacto popular, especialmente frente a la televisión estatal, dominada por la "calidad estética" del radicalismo gobernante. Las comillas son puramente irónicas: la presunta calidad consistía en haber abandonado las ínfulas iniciales –las viejas épocas de la "patata cultural" alfonsinista, que duró lo que un suspiro– y desbarrancarse en meros repartos de poder político. La gran innovación, obvia, era la ausencia de censura, aunque aún recuerdo el escándalo ultramontano que ocasionó un debate sobre la importancia del largo del pene. Los reflejos radicales fueron, como siempre, genuflexos y chupacirios.

La esperanza –o la apuesta teórica– de Muraro se disolvió rápidamente en la privatización feroz y acelerada de la televisión argentina con el menemismo. Desde entonces para acá, lo que queda cada día palmariamente demostrado es que la televisión argentina, sujeta a la única ley de la producción de plusvalía, se limita a acumular muecas seductoras de un público a veces esquivo, a veces histérico, a veces fiel, pero siempre mayoritariamente conservador, adocenado y mediocre. La calidad estética no está en el horizonte de expectativas ni de espectadores ni de productores, y la renovación o la transgresión se limitan a la cantidad de veces que la palabra culo es pronunciada en público. La cultura de masas argentina afirma paradójicamente un triunfo populista: que los productos de esa cultura, recubiertos de una pátina plebeya a tono con los tiempos, se han vuelto hegemónicos, que ya no disputan legitimidad con nadie, que no precisan sus contaminaciones "cultas" –peor: prescinden orgullosamente de ellas– porque orgullosamente afirman su carácter plebeyo. De las viejas oposiciones entre lo culto y lo popular, sólo queda en pie lo popular vuelto masivo, gracias a su pasaje por lo televisivo.


CULTURA APOLÍTICA

Esto no puede significar, claro, que la teoría cultural y política haya dado un vuelco fenomenal, y que lo subalterno –es decir lo popular, pero dicho de otra manera más precisa y más política– ha derrotado las oposiciones de clase y las otras, y que la vieja utopía de la sociedad sin diferencias ni desigualdades está entre nosotros –y no nos habíamos dado cuenta–. La monarquía de Tinelli y Susana, sin sombras de oposición, no significa, de modo alguno, el arribo de una cultura común, definitivamente democrática y plural. Por el contrario: demuestra que la cultura de masas es vieja y tramposa, y que nos ha vuelto a engañar. Hoy el engaño es más completo, porque antes se limitaba a enunciar su presunto e indemostrable carácter popular –que se limitaba a serlo por pura prepotencia de número: es decir, su carácter masivo. En el presente, la cultura de masas olvida ese adjetivo por las dudas de que se politice, y prefiere proclamar su carácter único –ya nada puede disputar con ella, de modo que puede contenerlo todo– y democrático, por multicultural: todas las voces, todas las imágenes, rodos los cuerpos, sabiamente convocados y convocadas por la magia de la televisión y los hallazgos de la globalización.

En realidad, la cultura de masas mantiene sus viejos reflejos con nuevos ropajes. Las voces e imágenes y cuerpos subalternos siguen ocupando el mismo espacio: aquel que la enunciación blanca, porteña y clasemediera le conceda. El paso de los tiempos ha permitido la aparición de nuevas modalidades –el abuso del reality o de la no ficción– pero siempre organizadas en torno del principio inalterado de la voz del amo. Los programas de periodismo realista, por ejemplo, que parecen propuestos para épater señoras gordas y corresponsales de La Nación, están dominados por el principio de "no tengo nada que poner, traeme un negro". Lejos estamos de una representación democrática. Con ello no colabora, claro que no, la retórica tinelliana, que persevera a la vez en la exhibición del freak como si ello demostrara pluralismo, y en un machismo clásicamente argentino –el chamuyo sobre el sexo, pero no el sexo: los hombres argentinos, lo sabemos bien, hablan tanto que no les queda tiempo para el coito. En el mismo sentido apunta una cumbia que, de tan bailada en los casamientos, pierde todo rastro de subalterna, además de convertir su retórica antirrepresiva y presuntamente alternativa en ruido de fondo y estrategia de ventas. Nuevamente: un plebeyismo retórico, un modo de decir populista pero conservador, desprovisto de la vieja condición irreverente del populismo argentino y latinoamericano. Y un escenario donde la cultura de masas se desviste entonces de toda irreverencia y transgresión; un escenario donde hasta los lenguajes se achatan, pierden espesor y riqueza, se limitan a retóricas sin irreverencia, porque han perdido lo que las distinguía: todos dicen culo en cámara.

En eso estamos. Nos quedan dos horizontes: a largo plazo, la construcción –inevitablemente política– de una cultura democrática, donde la representación esté en manos del representado y donde la pluralidad de voces recupere su espesor: que podamos ir y volver del culo a Wittgenstein y de Schubert a Pablo Lescano. Otro a corto plazo, porque ya está entre nosotros: el uso y abuso de la crítica y la parodia y el humor, el arma inmortal que puede ayudamos a combatir tanto macrismo cultural y tanta impostura democrática; pero parodia significa distancia y clausura, y no la autocelebración pavota de TVR. Por uno, dos, mil Bombita Rodríguez.


* Publicado en Caras y Caretas, octubre de 2008