11.7.11

Veinte años en Diario de Poesía. Respuestas no publicadas


El 24 de junio Ezequiel Alemián me envió una serie de preguntas para que, en mi condición de ex integrante del grupo que fundó e hizo durante mucho tiempo la revista Diario de Poesía, le aportara alguna información para la nota sobre los 25 años de esa publicación que le había encargado la Ñ de Clarín. Luego de ver que, en la edición del sábado 9, la nota sobre la revista y su aniversario toma no más de un par de frases, de entre las casi 2.800 palabras que escribí, aquí va la respuesta completa, para aliviar un poco la sensación de haber gastado una buena cantidad de tiempo, dedicación y trabajo para nada.
Daniel Freidemberg
 
1)           ¿Cómo ves vos el recorrido del Diario a lo largo de estos años, y si hubo etapas, qué las caracterizó?
Cuando comenzó, el Diario intentó ser, explícitamente, un intento de “hacer algo distinto”, sobre todo orientado a romper con cierto regodeo autosatisfactorio y autosatisfecho en el que veíamos encerrada a la poesía argentina de esos años, sobre todo a la más visible y novedosa y por eso mismo el aspecto “de diario” y el juego de simular que nos sometíamos a ciertas pautas propias del periodismo (formato tabloid,  titulares, copetes, epígrafes, la diagramación, mucha atención a lo gráfico). Pero nos sentíamos por fuera del mainstream (una palabra que usaba mucho Daniel Samoilovich para aludir a las corrientes principales de la poesía argentina),  y eso nos hacía sentir una enorme libertad y nos daba a la vez mucha fuerza, o muchas ganas de proponer y buscar. Diez o quince años después, el Diario estaba ya en el mainstream y camino ya a ser el núcleo más poderoso del mainstream. Con los consiguientes efectos de aceptación de su autoridad, por un lado, y, por el otro, del rechazo que inevitablemente suele suscitar “lo instaurado”, por buenos o malos motivos. Hoy no sé bien qué es Diario de Poesía. Seguramente, una revista bien hecha y que, sin dejar de tener un firme reconocimiento, no incide tanto, entre otras cosas porque el panorama de la poesía argentina se ha vuelto mucho más difuso y disperso. No sé si hoy son muchos los que la leen o se guían por ella.
En cuanto a etapas, sí, hubo varias, sin momentos precisos de inicio o de finalización. La primera, la que recuerdo con más cariño, es la de los comienzos, cuando todo era búsqueda y descubrimiento, y la mayor parte de los integrantes nos conocíamos poco o nada, convocados generosamente por Samoilovich, que puso un empeño absolutamente inusual en la iniciativa, y acá estoy hablando tanto de la capacidad de trabajo y el entusiasmo que demostró y nos transmitió como de su aporte económico y de infraestructura, sin el cual el Diario no habría existido, y en esto incluyo también su valiosa experiencia como empresario editorial. Aunque casi todos estábamos de acuerdo en buscar propuestas de escritura que se apartaran de las dos grandes tendencias que entonces predominaban (“neorrománticos” y “neobarrocos”), queríamos, por ese mismo rechazo a hacer una revista tendenciosa, dar cabida a muchas posibilidades, tanto que en el primer número aparecen publicados el neorromántico Víctor Redondo y el neobarroco Néstor Perlongher. Por otra parte, al Consejo de Redacción –esto es, al grupo fundador– lo integraban, además de los que luego integraríamos el Consejo de Dirección (Samoilovich, Fondebrider, Prieto, Helder y yo), Diana Bellessi y Elvio Gandolfo, que no mucho después se fueron. Todavía no estaban Mirta Rosenberg, Jorge Aulicino ni Ricardo Ibarlucía, aunque Ibarlucía tenía, sí, una relación cercana con el grupo. Pero al poco tiempo, empezó a evidenciarse, aunque no de una manera férrea, una cierta orientación: la nota en que Helder, muy sorprendente en el contexto de la época, se atrevía a cuestionar al neobarroco, en el número tres o cuatro, y, más o menos por ese entonces, una dura bibliográfica de Fondebrider contra Perlongher, fueron la marca más explícita de una toma de posición, que sobre todo consistió en la instauración de un criterio por el cual no se publicaban autores, discursos o puntos de vista que no cumplieran con ciertas condiciones, a la vez que en las notas en general adquiría mucha presencia un cierto ánimo que podríamos llamar “posmoderno” y que en las columnas de Samoilovich, Helder y Prieto se iba dejando ver una serie de concepciones de la poesía que conformaron lo que, también por esos años, empezó a llamarse “objetivismo”. Como un modo de compensar eso y ofrecer una mejor información sobre lo que realmente ocurría en la poesía argentina, durante varios años se hicieron encuestas sobre “los libros del año”, y se publicaron selecciones de poemas de los libros más votados por una lista muy amplia y variada de consultados, al margen completamente de cuáles fueran nuestras preferencias. El hecho es que de verdad sentíamos que estábamos abriendo un camino, en tanto sacábamos a la poesía, o creíamos sacarla, de una atmósfera autolimitada y dejábamos abierta  la escritura a posibilidades que no habían sido consideradas hasta entonces. Y también, y muy especialmente, que estábamos dando lugar a que se pudiera pensar a la poesía y hablar de ella desde otras perspectivas, menos aureoladas por la autoridad del consenso crítico o del prestigio literario, escasamente acordes con lo que se daba por sentado que debía ser el pensamiento sobre poesía y el discurso sobre poesía. Había algo así como un no tomarse en serio lo que se consideraba “serio” y buscar inspiración, por el contrario, en zonas marginales a las que interesaban al “campo poético”: desde el periodismo y la narrativa hasta la publicidad, el cine, la canción popular y la televisión, que aceptábamos como parte insoslayable de nuestra propia cultura viva tanto como a la poesía misma y a la crítica de poesía, sin excluir por eso de nuestro campo de atención a la filosofía, las teorías literarias y estéticas de la época o las búsquedas de avanzada, y tratando también de mantener el mayor rigor intelectual y formal. Un desenvaramiento, capaz de apartar a la relación con la escritura de ciertos criterios sacralizados o ciertas exigencias que se daban como ineludibles, pero no por eso sin dejar de exigirnos y exigir la mejor escritura y el mejor pensamiento posibles, aunque no coincidieran con lo que otros, muchos, consideraban por entonces “lo mejor”.
A cinco años de la fundación, en 1991, desde el número 18 puede verse que el secretario de redacción, Jorge Fondebrider, que tenía ese cargo desde el segundo número, había pasado a compartirlo con Daniel Helder, y que el Consejo de Redacción se había convertido en Consejo de Dirección, lo que equivalía a decir que todos compartíamos las responsabilidades, incluidos el director y los dos secretarios. Pero además nos habíamos vuelto propietarios de la revista, a través de la conformación de una suerte de cooperativa sui generis: no diría que ese es el principio de la segunda etapa, sino el indicio más firme de que ya estábamos plenamente en esa etapa, que quizá pueda caracterizarse como la entrada en el profesionalismo. Aunque nunca la revista ganó plata y a lo sumo, durante algún tiempo, fue posible compensar los gastos, nos fuimos acostumbrando a trabajar como si fuéramos profesionales y a principios de los 90 el Diario de Poesía ya era, puede decirse, una institución. Si bien no dejó de haber una cierta línea principal, el registro se había ampliado y el criterio de selección de los materiales, que seguía tratando de ser exigente, no se basaba mucho en cuáles fueran las tendencias poéticas o los criterios –se empieza a dar lugar a algunas figuras centrales del neobarroco, particularmente Osvaldo Lamborghini, Severo Sarduy y Perlongher– como a la calidad. Tratábamos de no ceder en ningún caso la exigencia de calidad, según lo que nosotros entendíamos por calidad, y las discusiones al respecto dentro del grupo eran muchas y permanentes. El Diario empezó a ser mal visto por no pocos que no encontraban cabida en sus páginas, pero la amplitud, la calidad y la “prepotencia de trabajo” eran ya suficientes como para que tuviera un evidente reconocimiento, que empezó a ser también internacional y a permitirnos contactos con poetas y críticos de otros países. Los primeros indicios de lo que luego iría a ser una tercera etapa se perciben cuando, en el 92, en el número 24, Helder queda como único secretario de redacción, aunque Fondebrider permanece en el Consejo. Dados los efectos de su descomunal “prepotencia de trabajo”, empieza a ser cada vez más fuerte la impronta del secretario, lo que se advierte en el primer concurso, ganado por Martín Gambarotta, en el 95: por la iniciativa de Helder especialmente, aunque todos de un modo u otro lo aceptábamos, cada vez tiene más espacio en el Diario una nueva camada de poetas, en cuya formación había tenido importancia la lectura del Diario, en muchos casos, y que tendían a identificarse, en grandes líneas, con las propuestas del “objetivismo”, aunque adecuadas a una óptica o una actitud propias, que no podían ser las mismas que las de poetas que les llevaban diez o quince años. También por ese entonces empieza a aparecer mucha más poesía latinoamericana contemporánea, producto sobre todo de las relaciones que Samoilovich y Helder van haciendo a través de viajes o por correspondencia.
Al cumplir, con el número 38, sus diez primeros años, quizá podría decirse que la revista entró en su tercera etapa. En el número siguiente, Fondebrider ya no estaba en Diario de Poesía y a partir de ahí empieza a ser cada vez mayor, más fuerte y más visible la presencia –en cantidad de espacio, en la frecuencia con que se publican ciertos autores, en la importancia que se les da y en la publicación de trabajos que intentan conformar una determinada visión capaz de sustentar esa propuesta– de algo que aparece como una nueva corriente. Es precisamente el momento en que Helder y Prieto elaboran, y poco después dan a conocer en un congreso y en Punto de Vista, el trabajo en que anuncian la existencia de una “Poesía de los Noventa”, completamente novedosa, según los postulados del trabajo, y capaz de instalar en la poesía argentina un nuevo espíritu y novísimas y refrescantes opciones formales. Paralelamente, empezó a haber un pleno reconocimiento de lo que fue el neobarroco, a cuyos autores se dio cada vez más lugar, considerando que formaban parte de las raíces del “noventismo” en igual medida que el “objetivismo”. Esto se prolongó de manera cada vez más abierta y notoria hasta que la crisis del país provocó el colapso económico de la revista y, ante la imposibilidad de que Helder siguiera cobrando un sueldo mensual, decidió dejar la Secretaría, y poco después dejó el Diario.
Se abrió una nueva etapa hacia 2003: ya sin secretario de redacción, el Diario incorporó, además del subsistente Consejo de Dirección, a un heterogéneo nuevo Consejo de Redacción que durante un tiempo introdujo otro aire, más animado y diverso: Florencia Abbatte, Jaime Arrambide, Susana Cella, Walter Cassara, Pablo Gianera, Guillermo Piro y Samuel Zaidman, a los que poco después se iban a agregar Guillermo Saavedra y Beatriz Vignoli. Durante algo más de un año y medio, este activo grupo produjo cambios notables en la revista, que volvió a cobrar amplitud y a dar lugar a búsquedas muy diversas. Incluso las páginas del Diario llegaron a ser escenario de posturas contradictorias y debates tácitos que le dieron una gran animación. Pero, entre otras cosas por algunas discordancias que su propia dinámica fue generando, este modo de trabajo empezó a encontrar dificultades para sostenerse. A principios de 2005, cuando me fui del Diario, había desaparecido el Consejo de Redacción. Lo que sigue a partir de ahí (sería la quinta etapa) es, por lo que alcanzo a percibir, una revista hecha por Samoilovich, según sus personales gustos y criterios, lo que de ningún modo me parece un defecto ni mucho menos. Creo que es una más que excelente revista, de evidente calidad y con personalidad propia: desaparecido el objetivismo, instalada ya la “Poesía de los Noventa” en un primer plano del reconocimiento periodístico y universitario, veo cierta variedad y a la vez una cierta insistencia en un puñado de nombres, en las que me parece reconocer las preferencias y las relaciones del director. Quizá este sea el momento de mayor coherencia del Diario, y también el menos inquieto. El más previsible y el de más indiscutible solidez.
2)           ¿Había temas que generaran, dentro del Diario, más debate entre los integrantes del grupo de redacción?
Discutíamos siempre, con cambiantes agrupamientos de los integrantes del grupo, acerca de los poetas que a algunos les parecían buenos o muy buenos y a otros no, o de qué tipo de poesía nos atraía más, no sin pasión o alguna agresividad en ocasiones, o apelando a la búsqueda de aliados. A veces, viendo lo que llegaba a publicarse, predominaba la opinión de unos y a veces las de otros, y, por otra parte, casi todos fuimos teniendo cambios en nuestros objetos y criterios de valoración. Personalmente, siempre, desde un principio, me sentí manteniendo una suerte de pugna persistente, sobre todo con Fondebrider, Prieto y Helder, para que el Diario pudiera dar espacio a la mayor variedad posible de voces y posturas, en lo que en buena medida me sentí acompañado por Ibarlucía, Rosenberg y –durante su estada– Aulicino, en tanto Samoilovich oscilaba entre la amplitud y el sostén fuerte de determinadas posiciones.
Un debate que se insinuó fue el que mantuvieron Fondebrider con Helder y Samoilovich respecto de la poesía latinoamericana actual. El director y el secretario proponían que tuviera cada vez un lugar mayor, a lo que Fondebrider se oponía frontalmente, pero la controversia terminó cuando Fondebrider se alejó del Diario.
Luego, en el año 99, a propósito de los materiales publicados en el número 49, fui yo quien produjo un fuerte cuestionamiento, que me llevó a enfrentarme particularmente con Samoilovich y Helder y que estuvo a punto de producir mi alejamiento, porque entendí que la presencia de la Poesía de los Noventa se había vuelto desmesurada, y que esa preferencia no aparecía justificada, a mi criterio, por el presunto valor literario de los textos, al menos en muchos casos. Esa discrepancia, sin embargo, y algunas otras más asordinadas, de carácter más bien político, no me parecieron suficientes entonces para abandonar lo que me seguía pareciendo un espacio valioso, al que además consideraba mío porque nos ligaba una década y media de intensa historia en común y en el que por otra parte nadie me impedía escribir lo que quisiera o hacer propuestas que muchas veces eran aceptadas.
En la cuarta etapa, digamos 2003-2004, hubo muchos pequeños debates particulares sobre distintas cuestiones, a veces muy estimulantes, dada la gran diversidad de criterios de quienes integraban el Consejo de Redacción. Las principales fricciones se produjeron porque algunos miembros de ese consejo escribían también en otras revistas, como Hablar de Poesía, y no escatimaban críticas adversas a libros o autores estimados por miembros del Consejo de Dirección.

3)           ¿Por qué en el 2001 se alejan del diario Helder, Prieto y vos?

te hago estas preguntas en particular porque entiendo que fuiste uno de los “puntales” del diario, desde sus inicios, y en ese sentido tu alejamiento me parece significativo.
No fue exactamente así. Prieto se va en 2001, y la explicación que da es que necesita seguir solo, sin pertenecer a grupo alguno. Helder, a su vez, después de permanecer durante un tiempo sin cobrar sueldo, decide irse, creo que en 2002, porque, según anunció, su pertenencia al Diario ya no le interesaba en esas condiciones. “Para mí, estar en el Diario tiene sentido solamente si entendemos al Diario como la cabeza de un movimiento poético”, dijo. Lo que, a su criterio, requería de su parte una dedicación de tiempo completo. Yo me fui en los primeros meses de 2005 (aunque formalmente me siguieron incluyendo en el Consejo de Dirección durante un año más), y la explicación que di fue que necesitaba más tiempo para mí. No mentía: el compromiso de pertenecer a la revista y dedicarle mucho tiempo de trabajo, como el que le dedicábamos casi todos, me resultaba ya insostenible. Con el tiempo, varios años después, repasando las casi dos décadas que pasé ahí, me di cuenta de que hubo también otros motivos, más profundos, que de un modo u otro me había negado a admitir: siempre tuve diferencias de mayor o menor importancia con los demás integrantes, pero entendía que podíamos resolverlas y lograr un buen resultado. Así fue, y, con diferencias y coincidencias, fui participando, hasta que me vi llegado a una etapa de mi vida en la que ya no estaba interesado en dedicar tantas energías a un producto que no podía sostener completamente como expresión de lo que yo quiero hacer y lo que a mí me importa. Claro que –y eso también pude verlo luego de revisar en retrospectiva lo ocurrido– también en cuanto a eso que quería y a eso que me importaba las cosas habían cambiado. No era exactamente el mismo el Daniel Freidemberg de 2005 que el de 1986, entre otras muchas cosas por todo lo que durante esos años pudo vivir gracias a la riquísima e irreemplazable experiencia que le proporcionó estar en el Diario.