26.12.09

El lado oscuro de la Luna*

por Marcelo Torres


«Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad».

Luego de pronunciar esta frase sin demasiada ceremonia, el astronauta estadounidense Neil Armstrong –sostenido al pie de la escalerilla del módulo, consciente de que 3.000 millones de personas al otro lado del espacio estaban conteniendo el aliento– posó su pie con firmeza sobre el suelo polvoriento y se convirtió en el primer ser humano en pisar la Luna. También el primero en pisar otro mundo. La hazaña se había hecho realidad. Eran exactamente las 22 horas 56 minutos del sábado 20 de julio de 1969, una fecha que permanecerá en la memoria de la humanidad por mucho tiempo.

Por primera vez, después de siglos enteros de contentarse sólo con imaginar tal audacia, el hombre cumplía su sueño de llegar a la Luna, un anhelo que necesitó, más que de imaginación, de muchos dólares y una tecnología poderosa.

Todo había empezado a fines de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos comenzó a evaluar la posibilidad de quedarse con los mejores científicos alemanes. La mayoría de ellos eran genios en el arte de la cohetería, una disciplina imprescindible si se quiere enviar bombas al otro lado del Atlántico o llevar un hombre al espacio. Con ese fin se creó, el 1º de octubre de 1958, la NASA (Administración Nacional de la Aeronáutica y el Espacio). Pero fue el 25 de mayo de 1961 cuando se le dio luz verde al programa Apolo. En su discurso ante el Congreso, el presidente John Fitzgerald Kennedy dijo: «Creo que este país debería comprometerse con alcanzar el objetivo, antes de que termine esta década, de enviar un hombre a la Luna y de traerlo a la Tierra a salvo. En un sentido muy real, no será un hombre yendo a la Luna: será una nación entera». Ocho años después, la NASA estaba lista para la aventura.

Fuera de este mundo

Cabo Cañaveral, en la Florida, amaneció con cielo despejado la mañana del 16 de julio de 1969. El gigantesco cohete Saturno V –de tres etapas y 111 metros de altura–, reposaba en una plataforma sujeto a una gigantesca torre metálica por agarraderas móviles. Allí, en el Centro Espacial Kennedy, se vivía una gran agitación. Cuando faltaban sólo unas horas para el despegue, se produjo una gotera en una válvula de combustible. De alguna manera los ingenieros se las arreglaron para repararla y los astronautas Neil Armstrong, Edwin Buzz Aldrin y Michael Collins, ignorantes del desperfecto, continuaron con sus preparativos.

La misión fue aprobada para el despegue y los astronautas se dirigieron al Módulo de Comando Columbia, en lo alto del cohete. Una vez en la nave, esperaron pacientemente la cuenta regresiva. En el documental de Science Channel Apolo 11, la historia no contada, emitido en 2006 por la televisión británica, Aldrin recuerda que en ese momento estaban muy confiados: «Sentíamos que teníamos un 99% de probabilidades de sobrevivir al lanzamiento». Pero no sabían que la NASA les había mentido. Les habían dicho que, si algo salía mal, el módulo sería eyectado y lanzado en paracaídas. Pero la verdad era que no existía aún una tecnología que separara al módulo lo suficientemente rápido como para que no fuera devorado por el infierno que se desataría si estallaban los tanques con 2,5 millones de litros de combustible. Finalmente, el Saturno despegó con éxito a las 9:32 de la mañana, monitoreado desde Control de Misión, en el Centro Espacial Johnson, en Houston, Texas, encargado del viaje a la Luna hasta su finalización. El cohete necesitó alcanzar una velocidad de 11 kilómetros por segundo –llamada velocidad de escape– para vencer la gravedad de la Tierra.

Aunque la televisión y las fotos de la época mostraban consolas extrañas, lucecitas que se apagaban y encendían y filas de monitores sobre los cuales se inclinaban concentrados técnicos, el Control de Misión no era tan complejo como se podría pensar. Las lucecitas encendidas indicaban cuáles interruptores estaban siendo utilizados en la nave y cuáles no. Los monitores no eran tales, sino sencillas pantallas de televisión con los datos impresos en diapositivas, que eran filmados y transmitidos en las pantallas. Todos estos aparatos eran controlados por un sistema de computadoras que llenaba todo un piso del Centro Johnson. Uno de los técnicos en computación de la misión, Jack Garman, recuerda que «todo el poder informático de Houston era, posiblemente, igual al de una laptop moderna». Y, según el técnico, «las computadoras de a bordo de la nave estaban a medio camino entre un reloj digital y un teléfono celular... quizá más cerca del reloj».

Para Marcos Machado, astrofísico, director científico de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (Conae), «durante la década del 60, el presupuesto de la NASA era de 8.000 millones de dólares, que equivalen hoy a cerca de 40.000 millones de dólares al año o más; era muchísimo dinero para esa época. Dejando de lado las aplicaciones militares, lo bueno de las Apolo fueron los productos que se generaron a partir de desarrollos del programa: con aplicaciones actuales en la industria, la medicina e incluso la vida cotidiana, como las calculadoras de mano. Se considera que por cada dólar invertido se generaron 8 dólares de nuevos productos».

Para abandonar la órbita de la Tierra, la Apolo 11 expulsó la fase final del Saturno –el S-IVB–, después de un encendido de seis minutos para producir la Inyección Translunar y empezar su largo recorrido de 384.000 kilómetros. El hombre iba ya camino a la Luna y los estadounidenses comenzaban a llevar la delantera en la carrera del espacio. Tres días antes, los soviéticos habían lanzado la sonda Luna 15, que tras 52 órbitas, terminó estrellándose contra el satélite. Según Machado, «la llegada a la Luna se debió en buena medida a un proyecto que había comenzado como programa militar, enfocado a desarrollar misiles balísticos intercontinentales. Cuando terminó la guerra, los rusos y los norteamericanos se quedaron con gran parte de quienes realmente sabían hacer cohetes. Lo bueno para los yanquis fue que se quedaron con los mejores científicos alemanes, empezando por Wernher Von Braun. E ir a la Luna es, básicamente, tener un gran, gran cohete y capacidad de computación: poder procesar la información en tierra y enviársela a los astronautas».

Puede fallar

Una vez que la Apolo ingresó en la órbita lunar, llegó uno de los momentos más arriesgados de la misión: el descenso a la superficie. Armstrong y Aldrin serían los encargados de bajar con el Módulo Lunar (ML) –conocido como Águila–, mientras Collins se quedaba en el Módulo Columbia dando vueltas al satélite a 130 kilómetros de altura.

En la catorceava revolución, apenas el ML apareció por detrás de la Luna y en Houston empezaron a recibir telemetría, los técnicos se dieron cuenta de que estaban en una trayectoria equivocada. Los astronautas encendieron el radar de aterrizaje, pero falló la computadora que lo controlaba y Armstrong y Aldrin no tenían la menor idea de a qué velocidad estaban cayendo ni cuánto faltaba para aterrizar.

Fue en ese crítico momento cuando Armstrong decidió obviar la computadora y pasó a control manual. Pero en esa instancia, el módulo estaba ya fuera de curso y la nave se iba acercando peligrosamente a la superficie. Como si fuera poco, los tanques de combustible estaban casi agotados. En las pruebas se había decidido que si quedaban sólo 30 segundos de combustible, la misión sería abortada. Finalmente Armstrong consiguió posar el Águila sobre el Mar de la Tranquilidad con sólo 15 segundos de combustible remanente.

Luego de un tiempo de descanso, al fin se autorizó a los astronautas a salir. Lo que siguió es historia. Primero bajó Armstrong y luego lo hizo Aldrin. Entonces recibieron una llamada de muy larga distancia. El presidente Richard Nixon, desde el Salón Oval de la Casa Blanca, los felicitó por su logro, en medio de la transmisión televisiva.

Los astronautas permanecieron en la Luna cerca de 14 horas, hasta que fue la el momento de volver al Columbia: otra etapa peligrosa. Durante los entrenamientos, el motor de ascenso del Águila había tenido muchas fallas y había trabajado siempre al 50%, por lo que tenían una posibilidad en dos de abandonar la superficie lunar (ver recuadro). Es más, una vez en el módulo, Aldrin se dio cuenta de que había algo en el suelo que no debía estar ahí. Era el interruptor que controlaba el encendido del motor de asención. Sin esta pieza, no había forma de encender los pequeños cohetes del ML. Pero Aldrin tenía encima algo que iba a conservar por el resto de su vida: una lapicera de plástico. La trabó en el interruptor del circuito y esperó a que Armstrong encendiera el motor. Los cohetes al fin arrancaron y el módulo empezó a elevarse, dejando en el suelo la sección inferior. Después de reacoplarse con el Módulo de Comando, al tiempo que salían de la órbita lunar, abandonaron el Águila en el espacio e iniciaron el regreso, que duró otros tres días.

Sacrificio

Una de las fases críticas del viaje de la Apolo 11 fue el despegue con el Módulo Lunar desde la superficie del satélite. Durante los entrenamientos, el 6 de mayo Armstrong había salvado su vida milagrosamente cuando se eyectó del prototipo del ML justo segundos antes de que estallara el tanque de combustible y se estrellara contra el suelo. Es muy probable que fuera esta rápida reacción lo que decidió a los directores del proyecto Apolo a elegir a Armstrong como comandante de la misión. Como los cohetes de ascensión del ML en las pruebas habían funcionado una vez sí y una vez no, los técnicos temían seriamente que volviera a ocurrir lo mismo que en los entrenamientos. Armstrong y Aldrin pasaron varias horas en la Luna haciendo experimentos científicos, sin saber que en Washington tenían todo preparado en caso de que nunca volvieran a la Tierra. Un documento desclasificado recientemente de los Archivos Nacionales da cuenta de un discurso preparado para Nixon para tal ocasión: «El destino ha decretado que los hombres que fueron a la Luna a explorarla, permanecerán allí para reposar en paz. Estos valientes hombres, Neil Armstrong y Edwin Aldrin, saben que no hay esperanza de rescatarlos. Pero saben también que hay esperanza para la humanidad en su sacrificio. Estos dos hombres han dado sus vidas por la más noble meta de la humanidad: la búsqueda de la verdad y el conocimiento. Serán llorados por sus familiares y amigos; por su nación; por todas las personas del mundo; serán llorados por la Madre Tierra que osó enviar a dos de sus hijos a lo desconocido».

«Lo hicimos»

Los tripulantes de la Apolo 11 amerizaron en el océano Pacífico, cerca de Hawai, donde Nixon los esperó en el portaviones USS Hornet. Eran las 18:50 del jueves 24 de julio. El tiempo total del viaje había sido de casi 200 horas, con una velocidad media de 5.550 kilómetros por hora. Los astronautas fueron recibidos como héroes en todas partes del mundo: «En todos los lugares a los que fuimos, la gente, en lugar de decir “lo hicieron”, decía “lo hicimos”. Y nunca escuché a las personas usar el “nosotros” con tanto énfasis. Europeos, africanos, asiáticos, en todos lados decían “lo logramos”. Y era algo hermoso, efímero pero hermoso», recordó Collins recientemente. Empezaba una nueva etapa en la conquista del espacio. La hazaña había sido llevada a cabo, sólo que la mayor parte de la gente nunca se enteró de que se había logrado gracias a los conocimientos de criminales de guerra alemanes introducidos en Estados Unidos en una operación secreta llevada a cabo por el Pentágono y las agencias de inteligencia.

El ingeniero

El programa Apolo contó con 17 misiones. Desde la Apolo 8 en adelante, todas las misiones lograron escapar a la gravedad terrestre y establecer el Módulo en órbita lunar gracias a una maravilla de la tecnología: el cohete Saturno V, un ingenio de 110,64 metros de altura que estaba dividido en tres etapas: S-IC, S-II y S-IVB. En la parte superior estaba la nave Apolo, que constaba de un contenedor para el Módulo Lunar, el Módulo de Comando, un escudo térmico y una torreta de salvamento. El Saturno había sido diseñado por Wernher von Braun y su equipo de la NASA. Pero no fue en una universidad estadounidense donde Von Braun había adquirido sus avanzados conocimientos sobre cohetería espacial.

Von Braun había nacido en Wirsitz, Polonia –parte del imperio alemán– el 23 de marzo de 1912. Se doctoró en Física en la Universidad de Berlín y antes de la llegada de Hitler al poder se unió al ejército, donde comenzó a desarrollar misiles balísticos. Luego se incorporó a las temibles SS. En 1934 se doctoró en ingeniería espacial e inició una carrera meteórica que lo consagró como uno de los científicos clave en el desarrollo de armamento del régimen nazi. Von Braun fue el encargado de mejorar el V1, el primer misil guiado que fue lanzado contra objetivos ingleses y belgas. El V2 (Vergeltungswaffe 2, arma de represalia 2), fue desarrollado por Von Braun y su equipo en la base secreta de Peenemünde, donde era utilizada mano de obra esclava de los prisioneros de los campos de concentración. Desde setiembre de 1944 hasta el fin de la guerra, se lanzaron 1.155 misiles V-2 sobre Inglaterra (especialmente Londres) y 1.625 misiles sobre Amberes (Bélgica), entre otros objetivos. En Londres fueron muertos por los V2 cerca de 2.700 civiles y unas 6.500 personas resultaron heridas.

El 2 de mayo de 1945, gracias a que su hermano menor, Magnus, vio venir un soldado estadounidense en bicicleta y le dijo quiénes eran, se rindió a los vencedores. Fue en ese momento cuando cambió para siempre la suerte del científico alemán. De ser un soldado perseguido de un ejército criminal, pasó a convertirse, en pocos años, en uno de los héroes de la nación más poderosa del planeta.

Agilizar expedientes

Finalizada la Segunda Mundial, así como se disputaron los territorios del Tercer Reich, los vencedores comenzaron a ver con buenos ojos los conocimientos técnicos y científicos que había alcanzado el régimen nazi. Así, antes de que los rusos les ganaran de mano, los estadounidenses pusieron en marcha un proyecto para quedarse con los mejores científicos de Hitler. Se lo llamó Operación Paperclip y le fue confiada a la Joint Intelligence Objectives Agency (JIOA), uno de los organismos que en ese entonces reunía a la mayor parte de la agencias de inteligencia de Estados Unidos.

La JIOA mantenía un archivo de cerca de 1.500 científicos, técnicos e ingenieros alemanes y de otros países del Eje, entre los que se encontraban Wernher y Magnus von Braun, Georg Rickhey, Arthur Rudolph y Walter Schreiber.

Oficialmente, Paperclip comenzó en setiembre de 1946 (aunque el Pentágono la había empezado en julio de 1945 con el nombre de Overcast), cuando el presidente Harry S. Truman estuvo de acuerdo con los británicos en compartir a estos científicos, estableciendo en un documento que se exceptuara a miembros del partido nazi o de las SS. Esta orden fue ignorada y la JIOA se ocupó de llevar a EE.UU. muchos de los científicos que en los laboratorios, talleres y fábricas nazis habían desarrollado cohetes supersónicos y aviones a chorro, pero también a otros que experimentaron con el gas nervioso, armas químicas y aberraciones genéticas. Para tal fin, no dudó en falsificar o modificar expedientes. Así, donde decía «ferviente nazi», bastaba agregar un «no» por delante para limpiar un historial.

Al principio existió una gran resistencia a la Operación Paperclip en un sector del Estado Mayor norteamericano –e incluso de algunos políticos–, que consideraban una afrenta a los soldados muertos convertir en ciudadanos estadounidenses a gente que había sido responsable de muchos de los horrores de los campos de concentración que se veían a diario en películas y revistas. Pero otro sector militar terminó por convencer a todos de que si no los aprovechaban ellos, con suerte lo harían los británicos y, en el peor de los casos, los soviéticos. Sería una operación efectiva y sigilosa. La periodista Linda Hunt, que investigó profundamente el tema, en su libro Secret agenda dice: «Difícilmente lo soldados americanos que pelearon en la Segunda Guerra habrían bajado sus armas cuando cientos de científicos alemanes y austríacos, incluido un gran número de implicados en crímenes de guerra nazis, comenzaron a emigrar a los Estados Unidos. Fueron traídos aquí bajo un programa secreto cuyo nombre en código fue Paperclip. Desde entonces, el gobierno de EE.UU. ha promocionado exitosamente la mentira de que se trató de una operación de corto término limitada a algunos asaltos a las reservas de los talentos científicos de Hitler. Incluso la Oficina General Contable dice que el proyecto terminó en 1947. Pura propaganda. Paperclip fue la operación más grande y de mayor duración en la historia de nuestro país que involucrara a los nazis. El proyecto continuó sin parar hasta 1973, excediendo en décadas lo previsto. Y sus secuelas continúan aún hoy».

Sabios alemanes

Entre los principales emigrados estuvieron los hermanos Von Braun –quienes se ocuparon en buena medida de convencer a muchos colegas–; el ingeniero en cohetes Arthur Rudolph (que debió dejar el país en 1984 para no enfrentarse a cargos de crímenes de guerra cometidos en el campo de concentración Dora-Mittelbau); Kurt Debus, un especialista en el lanzamiento de cohetes y oficial de las SS (cuyo expediente indicaba que debía ser encerrado por ser una amenaza para la seguridad de las Fuerzas Aliadas); Hubertus Strughold, llamado en EE.UU. «el padre de la medicina espacial», pero cuyos subordinados habían conducido «experimentos» humanos con el frío en el campo de concentración de Dachau; Kurt Blome, otro nazi de alto rango que realizaba experimentos médicos en los campos; el general Walter Schreiber, que lideraba experimentos de tortura en los campos y fue juzgado en Nuremberg, hecho que después no figuró en su archivo de Paperclip (cuando su pasado quedó expuesto en 1952 vino a vivir a Buenos Aires con su hija y ya no pudo volver a entrar a EE.UU.); Reinhard Gehlen, que supervisó la tortura y ejecución de cuatro millones de prisioneros rusos y en los campos experimentaba con el dolor en seres humanos. Y así podría seguirse una extensa lista que según algunos alcanzó a 500 y según otros a más de 700 científicos y criminales de guerra. A salvo en EE.UU., todos ellos trabajaron tanto en empresas privadas como en diversos proyectos del Ejército y la Fuerza Aérea, incluida la NASA. Muchos fueron presentados en ruedas de prensa como «sabios alemanes».

Destino: Argentina

También a nuestro país llegaron muchos de los científicos que habían trabajado para el régimen de Hitler. En su libro Los científicos nazis en la Argentina, Carlos De Nápoli explica: «Desde el mismo momento de la invasión a la URSS por parte de Hitler, las familias más acomodadas comenzaron a dejar Alemania, eligiendo en muchos casos como destino a la Argentina. Con la derrota de Stalingrado, las fugas se generalizaron. El éxodo de nazis fue un fenómeno que abarcó y afectó a casi todos los países del mundo. Sin ninguna duda, la captación de científicos nazis sirvió como argumento a los Estados Unidos para demostrar que las facilidades encontradas por los mismos en la República Argentina eran la prueba más evidente de la connivencia de Perón con los nazis. Pero fueron los Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Soviética los principales receptores de nazis debido a una simple estrategia global de aprovechar semejante caudal de conocimientos para aplicarlos a sus industrias bélicas. Como se trataba de operaciones secretas en extremo, resulta difícil calcular el flujo inmigratorio que se dirigió hacia esos países, pero fue intenso». Y el autor aclara: «Con tales antecedentes y perdones masivos, la llegada de oficiales de menor rango a la República Argentina era un asunto normal».

Un cráter con su nombre

Por sus grandes conocimientos en la materia, Von Braun fue puesto primero a trabajar en el proyecto de los misiles intercontinentales (ICBM) y luego fue nombrado director del Centro de Vuelo Espacial Marshall, de la NASA. Incluso llegó a trabajar para la compañía Disney en el desarrollo del parque temático «El mundo del mañana» y como asesor en documentales. Pero como padre del cohete Saturno, Von Braun tuvo una activa participación en el programa Apolo y especialmente en la misión Apolo 11, durante la cual fue uno de los más consultados por los medios de todo el mundo. La guerra había terminado hacía mucho y su oscuro pasado en el ejército alemán ya había sido olvidado. Así como sería olvidado el pasado de sus colegas de Peenemünde: Rudolph pasó a ser jefe de proyecto en el programa de los cohetes Saturno, pero en los 80 comenzó a ser investigado por su pasado y en 1984 volvió a Alemania; Debus fue el primer director del Centro Espacial Kennedy; en tanto Strughold se convirtió en un importantes investigador de la Escuela de Medicina Aérea. Hunt explica: «La organización de los alemanes establecidos en el Centro Marshall fue casi una copia exacta de la organización de Peenemünde [...] Al público americano no le fueron dados los detalles completos del pasado nazi de los nuevos empleados de la NASA. Y, aparentemente, los oficiales de la NASA tampoco se molestaron en chequearlos».

Von Braun terminó su carrera en la NASA en 1972 y hasta su muerte en 1976, trabajó en las industrias Fairchild. Como los estadounidenses son muy agradecidos, un cráter en la Luna lleva su nombre y también una colina de Marte. A su vez, Rudolph fue premiado con la Medalla al Servicio Excepcional y con la Medalla al Servicio Distinguido, ambas de la NASA.

Pese a que desde 1972 EE.UU. ya no volvió a enviar ninguna nave tripulada a la Luna, este año envió dos sondas de exploración y presentó el módulo Orión que volvería a llevar al hombre a nuestro satélite en 2020.

«Apolo probó –dijo Armstrong en un discurso– que los humanos no estábamos prisioneros de la gravedad de la Tierra para siempre. Que podíamos dejar nuestro planeta e ir a otros destinos celestiales». Y Machado reflexiona: «La carrera espacial fue una forma de hacer una guerra sin guerra. Para mí, el dominio del espacio vino a reemplazar lo que en épocas históricas, hace algunos siglos, fue el dominio de los mares. El país que dominaba los mares era dueño de buena parte del mundo. Hoy, si domino el espacio, soy el más poderoso».

Y Estados Unidos dominó el espacio.


* Publicado en el número 1030 de Acción, julio de 2009

8.12.09

Martes, 8 de diciembre de 2009

El gobierno de Pinky *

Por Horacio González
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Por fin llegamos al ápice. Pinky ya les ha tomado juramento. Estamos en la antepuerta de un hecho que podrá tener innúmeras consecuencias para el país. Se abrió una brecha en la historia. Una “illusion comique”, como diría Corneille, por la cual la locutora de nuestra adolescencia ha llamado a jurar por las entidades inmateriales que rigen la terrenal política: patria, evangelios, constitución. No desdeñamos los juramentos, que para los antiguos se hacían sobre la empuñadura de una espada. No estaremos ante la jura de Bolívar en el Monte Sacro, pero por fin en nuestro país se fusionaba una biografía televisiva y un ensueño parlamentario. Basado éste en una mayoría efectiva y una promesa de acción a largo plazo. No podemos ver esto como una entelequia, pues las elecciones se hicieron, los resultados fueron esos, el cómputo de votos se corresponde efectivamente con una nueva mayoría en las cámaras. “La realidad –en fin– es la única verdad.” No es el fugaz noticiario de aquel jueves, que se desvanecerá luego. No, es un fenómeno complejo, urdimbre no convencional, que exige nombre propio. A falta del que vaya a tener, ahora lo llamaremos “el gobierno de Pinky”. El triunfo en una fisura de la historia –¿efímero?, ¿irrevocable?– de una coalición turbadora, que busca por derecha el gran resarcimiento. En otros tiempos lo hubiéramos denominado un triunfo de la reacción, pero ahora inclinado sobre banderas de movilización social e invocaciones a los desposeídos. Complicado momento.

Los dioses que nos sobrevuelan, plenos de furia, parecen haberse saciado. Napoleón dijo a los soldados ocupantes de Egipto “cuatro mil años de historia os contemplan”. Con modestia, Pinky podría decir que a través de ella varias décadas de televisión contemplaban a los diputados de derecha, izquierda y centroizquierda del denominado “bloque A”. Tomando no la Bastilla por asalto sino una letra del alfabeto, prefirieron considerarse activistas de una gesta fundacional. ¿Qué inauguraban? En primer lugar, un tipo de concertación que había sido proclamada hasta el hartazgo por quienes prepararon este momento, “el fin de la crispación”, el “quiéranse los unos a los otros”. De Narváez entremezclado con los que tantas veces proclamaron su pasión por un país socialmente justo, Carrió entremezclada con los que en muchos momentos se expresaron en tonos muy duros contra la política entendida como abstractas categorías morales, los de Macri entremezclados con los que habían pronunciado voces de emancipación. Puede sorprender esta amalgama, se la dirá momentánea, exigida por la impericia de los oficialistas, los desaciertos gubernamentales, la terquedad de los funcionarios del Gobierno –no el de Pinky, el otro–, o lo que sea. Pero su oscuro cántico de demolición no resuena desconocido en la historia argentina, ni sería la primera vez que se da en nuestros laboriosos juegos políticos.

Se ha dicho –el Gobierno también ha dicho– que este bloque A –catalogación deliberadamente incierta– se deshilvana ante el mero soplo de la realidad, cuando aparezcan las más variadas situaciones que se presentan ante las cámaras legislativas. Habrá distintos tipos de leyes, si progresistas una cosa, si ordenancistas otra cosa, distintos énfasis en tal o cual cuestión, una formación de mayorías para asuntos de una índole y mayorías de otra composición si la calidad del asunto cambia. Podrá ser así, es la dinámica parlamentaria por excelencia, el caleidoscopio de los duchos negociadores. Pero lo ocurrido va más allá de la lógica de los bloques parlamentarios, pues a la Coalición del Jueves la excede su profundo pacto de estilos, y su urgencia sustitutoria le otorga una textura casi homogénea. Podemos llamarlo el “bloque Pinky”.

No será el bloque histórico gramsciano, pero es el Bloque A. Se trata de una perspectiva de trabajo a más largo plazo, fundada en una trama cultural que se fue forjando, por ejemplo, desde la Mesa de Enlace, o por el impulso de demolición perseverante que logró avances decisivos en la tarea de deslegitimar el Gobierno con varios fármacos discursivos muy probados: el discurso de la impostura de los gobernantes –se mencionaba su pasado borroso–, el discurso de la indumentaria –se mencionaba su visualidad excesiva–, el discurso de la corrupción –no que no sea un problema, pero se predica como una forma fija de imputaciones premoldeadas, un órgano discursivo preparado menos para reconstituir la institución pública que para inspeccionarla o inhibirla–, el discurso de la seguridad –también, no que no haya trágicos y oscuros delitos cotidianos a resolver, sino que también se trata de encuadres discursivos previos, que no inventan los hechos, pero van a su encuentro con el ánimo de construir una tesis inmediatista sobre la calamidad política, enraizada en el miedo privado y una axiomática culpabilidad pública–. Todo esto y mucho más hicieron girar en la rueda del molino que originó al “gobierno Pinky”.

A ese gobierno pinkista, sublevado subsuelo de la gente que ya encontró fabricado su propio sentido común, ahora le ha sido recomendado que no pierda el hilo de los temas que congregan antes que los “ideológicos”, que separan. Que impidan su desmembramiento no tratando cuestiones urticantes. No, no. Abocarse a lo ya instituido por los editorialistas de los grandes matutinos. No es tiempo para que los notorios caballeros de la intriga neoderechista se separen de los abanderados de la dignidad de los pueblos o que los luchadores por el igualitarismo social tomen su propio rumbo al margen de los representantes de las grandes corporaciones. Todos parecen haber acatado. Por el momento no se “crisparán” con rarezas de sus respectivos credos subyacentes, todos se tornarán apacibles repúblicos moralizantes y de vez en cuando podrán socorrerse con sus temas blasfemos, antiguos discursos herejes o apaciguadas convicciones de izquierda.

No dudamos de la buena fe con la que éstas se expresen, pero algo ha pasado en el país por medio de lo cual una dualidad de bloques parlamentarios pareciera ser el molde en que se anunciaría el futuro colectivo. ¿A y B nos permitirán avizorar las correspondientes divisiones sociales y, una vez más, componer otra encrucijada de la vida nacional? No, ni siquiera los bloques jacobinos y girondinos de la Asamblea francesa se derramaron aquella vez sobre toda la sociedad. Con más razón, no vemos que vaya a prosperar esta suma de heterogeneidades, una de ellas conformada alrededor del foco constitutivo de un denuncialismo de derecha, y la otra a través del apoyo a un gobierno con diversas y complejas ondulaciones, pero regido por un afán de cambio social del que no tiene posibilidades de retirarse.

Todo concurre a que sea necesaria una señal de alerta para las izquierdas, las tradicionales y las que no necesariamente provienen del anaquel formal del que surge esta gran estirpe política. Son convocadas, enaltecidas y contempladas con una desconocida fruición por los medios de difusión conservadores. ¿Qué es esto? O bien son tránsitos heterogéneos que deben aceptarse, meras recreaciones de la coreografía parlamentaria con alianzas de momento, penosas tácticas que todo político progresista empleó alguna vez en su camino al triunfo. O bien significan un grave síntoma del pensamiento político argentino, depuesto en su vigor y autenticidad. Síntoma que traduce un éxito real de las culturas que promueven un orden social clausurado y un cierre histórico, por más que sea una unión circunstancial o que, como puede ocurrir, las izquierdas enclaustradas en ese esquema de reclusión puedan luego emanciparse. ¿Sería esa la vía para que las reivindicaciones adeudadas se cumplan? ¿O meramente concurrirán a nutrir compungidos lamentos, años después? También la historia argentina ha visto muchas veces esto.

¿Y el Gobierno qué debe hacer? Se ha escuchado el desfile de pesimismos y optimismos varios. En ese plano, todos tienen siempre un poco de razón. Pero en verdad, es necesaria otra cosa, una consistencia anímica que brote de otros enunciados. O si cabe, poner conceptos que lleven a un nuevo entusiasmo colectivo, a un vuelco en la opinión. ¿Cómo? Difícil saberlo, no somos ni como Durán ni como Barba. Sólo que no queremos el futuro gobierno de Pinky y sus espadachines. Pero un recomienzo del vuelco, del giro conceptual, de la virada –como otras veces ya las hubo– podría entenderse como una idea que saque las acciones público-gubernativas de cierta atadura al estanque del absoluto presente.

Es preciso ahora darle un nombre al futuro, a lo que se quiere, a aquello por lo que será adecuado y digno luchar. No podría ser, como a veces se dice, un “capitalismo serio”, pues es fórmula inadecuada, peca por explicitación indolente, genera indiferencia, los pueblos sospechan que no son banderas que valgan la pena de ser vividas. Es carente de apelaciones al compromiso, sólo pone un tilde de abstracta moralidad y modernidad institucional a lo ya vasta o ingratamente conocido. ¿Y entonces qué? ¿Poner las palabras concisas de otro orden? Ninguna precisión de las que quedan flotando en el rumbo de la historia sería algo más que una reiteración o un cierre de caminos. Entonces, mejor dejar en un velo imaginativo el nombre que define aquello por lo que se lucha. Que se ensaye decirlo con multiplicidad de palabras. Una idea con rango utópico que se propague a la carne del presente, que pueda sonar a algo así como una sociedad de los justos, una patria de los socialmente iguales, una emancipación con nuevas militancias, una sociedad autónoma del trabajo y la cultura, una Argentina de esfuerzos colectivos reconocidos y equitativa distribución de bienes. Podrá parecer candoroso lo que digo, pero en el imperio de los signos que a diario se nos brinda, ¿quién hubiera imaginado el rudo utopismo del gobierno de Pinky? Fueron apenas algunas horas. Que no sean muchos años más.

* Tomado de Página 12