24.3.06

Un ejemplo de consecuencia

Contrariando la tendencia a cambiar de opinión todos los días, hay quienes piensan lo mismo que hace treinta años, más allá de retoques inevitables, y lo hacen utilizando exactamente las mismas palabras, dando a esas palabras exactamente el mismo sentido que les daban en 1976 y mostrando, notablemente, la misma compacta ausencia de cualquier vacilación o cualquier duda en la asunción de una serie de postulados que se enuncian como verdad absoluta e inamovible. Una posible explicación: tanto como se sienten dueños por derecho natural del país, se sienten dueños del sentido de las palabras, que es siempre un sentido fijo y total. En lo primero -dueños del país- tienen razón, aunque ahora un poquito menos que antes (de ahí la rabia). En lo segundo, no.
Editorial de La Nación del domingo 19 de marzo de 2006:

La memoria histórica de los argentinos

El 30º aniversario del derrocamiento de María Estela Martínez de Perón ha movilizado actos conmemorativos en el ámbito oficial que, sin excepción, tienden a destacar el sentido infausto de la fecha. Por iniciativa del Poder Ejecutivo, el Congreso ha sancionado una ley por la cual se declara feriado nacional inamovible el 24 de marzo.
La interpretación oficial es que el golpe de Estado de 1976 fue un acto motivado exclusivamente por la voluntad espontánea de derrocar a un gobierno democrático e instaurar una dictadura sangrienta. Se dice que el propósito era impulsar la persecución y represión ilegal de los ciudadanos que no comulgaran con el pensamiento de las Fuerzas Armadas. Y se afirma que es necesario revitalizar la memoria de los argentinos respecto de su historia reciente.
En los ámbitos oficiales o cercanos, se suele agregar además la interpretación -rebuscada e inverosímil- de que aquella acción fue la condición requerida para eliminar las resistencias populares a un modelo económico de explotación que las Fuerzas Armadas querían adoptar, en connivencia con poderosos intereses económicos.
Una vez más se apela al remanido recurso que apunta a descubrir intenciones conspirativas detrás de los hechos históricos. Esa clase de teorías, insostenibles en un plano de análisis mínimamente serio, resultan sin embargo de fácil consumo en ciertos niveles de la población, sobre todo cuando se las acompaña con una descripción casi folletinesca del cuadro social, en la cual los "buenos" se contraponen con los "malos". En el bando de los "buenos" se incluye a las víctimas del supuesto plan económico, que corresponden -por supuesto- al concepto genérico de pueblo. En el bando opuesto están los victimarios o explotadores de turno, que se identifican con determinados factores de poder.
Esta absurda e ingenua línea de interpretación, alentada con relación a diferentes momentos del pasado histórico, se ha extendido a los textos escolares y probablemente se irá consolidando en las nuevas generaciones si los argentinos no hacemos un esfuerzo por alcanzar una lectura madura, responsable y equilibrada del pasado histórico nacional.
Si se trata de alentar la memoria, es un deber de las autoridades y legisladores cuidar que la visión de los hechos del pasado sea completa y no parcial. En este sentido, es correcto que se repudien los actos ilegales y los hechos aberrantes que caracterizaron la represión ilegal de la subversión y el terrorismo. Pero no se puede omitir, al mismo tiempo, el recuerdo -y el repudio- de los crímenes que produjo el terrorismo subversivo que asoló nuestro país en los años 60 y 70, entre los cuales se contaron asesinatos, secuestros y atentados de toda clase, ejecutados por organizaciones que no tenían el menor respeto por la democracia y que decidían sobre la vida y la suerte de las personas con la excusa de servir a sus ideas, inocultablemente totalitarias.
Fue sin duda lamentable la ruptura del orden constitucional que se registró en 1976, pero no puede olvidarse la situación de vacío de poder y de anarquía que padecía el país en las vísperas del 24 de marzo de ese año. Recuérdese la impotencia del Congreso para instrumentar un juicio político a la presidenta de la Nación -cuya incapacidad para conducir el gobierno era visible- y de generar algún atisbo de sucesión constitucional. Recuérdese el reconocimiento público que hizo el líder del principal partido de oposición acerca de que carecía de soluciones para salir de la concreta encrucijada institucional a que había sido llevada la República, dada la negativa de la presidenta a renunciar. Y recuérdese el grotesco "me borré" del principal líder sindical de ese tiempo.
La desaparición y el asesinato de personas, así como la aplicación de torturas en los ámbitos de responsabilidad del Estado, constituyen un capítulo aterrador de nuestra historia, que pesará siempre sobre la conciencia de quienes condujeron algunas de las etapas del proceso militar iniciado en 1976. Pero ignorar que estos procedimientos comenzaron mucho antes del 24 de marzo de ese año significa utilizar la memoria no para que surja la verdad entera respecto de un trágico capítulo de nuestra historia, sino para que se conozca solamente la parte de verdad que le conviene a un sector.
La Triple A fue un grupo de represión ilegal creado desde las propias estructuras del gobierno de María Estela Martínez de Perón. La orden impartida a las Fuerzas Armadas para que desempeñaran un papel protagónico en la lucha antiterrorista y para que aniquilaran a las organizaciones subversivas fue decidida por el gobierno constitucional en el transcurso de 1975. Hubo 908 desaparecidos antes del 24 de marzo de 1976 y esta parte fundamental de la historia ha sido deliberadamente borrada de la memoria oficial. Por supuesto, la orden del gobierno constitucional indicaba que la represión debía dirigirse contra los grupos criminales que actuaban organizada y violentamente contra la sociedad. Los gravísimos errores y excesos que se cometieron en la ejecución de esa orden y que afectaron en más de un caso a personas inocentes no puede merecer si no el más enérgico rechazo. Pero eso no justifica que se desvirtúe o parcialice la verdad de los hechos, tal como se lo hace en estos días -tendenciosamente- el discurso oficialista.
Entre el 25 mayo de 1973 y el 23 de marzo de 1976, los distintos grupos subversivos produjeron más de 6500 hechos de violencia, en los que murieron 1358 personas. La memoria incorpora a miembros de las Fuerzas Armadas, policías, dirigentes gremiales, profesionales, intelectuales, empresarios, políticos, amas de casa, civiles inocentes y niños. No pueden dejar de recordarse martirios como el que padeció el coronel Larrabure, tragedias como la que sufrió la familia del capitán Viola o asesinatos como el del juez Quiroga. No es posible olvidar las muertes de Rucci, Kloosterman, Coria y otros líderes del movimiento sindical. La historia oficial omite también los asaltos a guarniciones militares como las de Azul, Santa Fe, Formosa y Monte Chingolo, en las que cayeron soldados, suboficiales y oficiales en cumplimiento de su deber y dentro del orden constitucional.
Si no hay equilibrio respecto de todas las partes que intervinieron en un determinado capítulo del pasado histórico, la justicia será leída siempre como venganza. Mientras no se exponga la historia en forma completa, el ejercicio de una memoria parcial y sesgada hará cada vez más difícil la reconciliación de los argentinos.
A treinta años del golpe de Estado de 1976, es necesario que superemos el pasado de confrontaciones y de odios que tantas vidas humanas destruyó y que concentremos nuestros esfuerzos en la construcción de un futuro de paz social, convivencia democrática y vigencia irrestricta del Estado de Derecho. A esa meta no llegaremos falseando o parcializando la historia, sino recuperando la verdad total de los hechos que conmovieron a la sociedad argentina en los días aciagos en que prevalecieron la violencia y el fanatismo ideológico. Y, por encima de todo, impulsando la reconciliación definitiva de los argentinos y valorizando el diálogo pacífico y la libertad en el contexto de una democracia de auténtico cuño republicano.