25.3.08

“¿Por qué ceder a un sentido común aplastante que no nos deja pensar que podemos?”

Liliana Herrero, entrevistada por Mario Wainfeld *

(Se enciende el grabador, la entrevistada arranca antes de la primera pregunta.)

¿De qué vamos a hablar? Me agarra en un momento raro. Estoy cansada, a veces me canso en la Argentina. Entonces empiezo con todas mis fantasías de irme. De irme, por ejemplo, a Colón.

–Colón es Entre Ríos, es la Argentina...
–Es verdad.

–Usted nació en Villaguay... ¿A cuántos kilómetros queda de Colón?
–Noventa kilómetros.

–No quiere irse de la Argentina, quiere volver al útero...
(Ríe) –Sí, me gustaría vivir en Colón. Horacio (González, su pareja, ensayista y director de la Biblioteca Nacional) dice que no aguantaría mucho. No aguantaría mucho sin cantar, eso me incomodaría. Pero al mismo tiempo... Porque yo me hallo y no me hallo. Esa expresión es tan linda, antes se usaba. A veces me volvía antes de los cumpleaños o de las fiestas. Mi madre me decía “¿Qué te pasó? ¿No te hallaste?”. “No me hallo” es una frase estrictamente filosófica. (Vuelve.) Yo, a veces no me hallo. Ahora, como en estos momentos, con un disco casi por salir, con todas cosas que uno podría denominar “buenas” que le están pasando, parece que el sentimiento de no hallarse se agiganta.

–El castellano tiene los verbos “ser” y “estar” que se supone expresan cosas diferentes, mientras otros idiomas los nombran con la misma palabra. Hubo acá escuelas de pensamiento que explicaban que acá prima el “estar” antes que el “ser”. Jamás entendí del todo la idea. Y ahora aparece el “hallar”.
–Una tercera posición (ríe). La idea del “estar” es muy linda, la expresó la corriente latinoamericanista de la filosofía, sobre todo Rodolfo Kutsch. Y también en la poesía, sobre todo los poetas del noroeste argentino. “Yo estoy, nomás –dice Manuel Castilla–. Me va tapando los ojos la eternidad.” Es una expresión hecha en el universo del estar.

–A todo esto, ¿por qué no se halla?
(Largo silencio.) –Veo una enorme chatura cultural en el país. Veo la televisión, me irrita, me asusta, me da la sensación de que las formas de la vida musical y poética de la vida argentina han desaparecido absolutamente. Me desagradan las formas, no quiero decir “masivas”, porque no se ha demostrado que las formas más complejas de la música no sean masivas. Se ha instalado pero no se probó, es una gran discusión que deberíamos tener. No estoy convencida de que sea así. El mundo cultural está trazado sobre un horizonte sin complejidad artística. No sé si es muy elemental lo que digo.

–No crea. Usted, a veces, fantasea con irse a Colón ante este estado de cosas. ¿Si se fuera, no sé, a Río de Janeiro, a Barranquilla, a Veracruz cambiaría mucho el cuadro?
–No cambiaría absolutamente nada. Es un orden mundial lo que no me gusta. La expresión de tanta gente que decía “voy a votar a Macri porque no tiene nada que ver con la política”. Ese retiro de la crítica, de la reflexión, esa insistencia en mostrar a través de los medios más de lo que ya se sabe, eso me irrita profundamente. Cuando invento lo de Colón, estoy diciendo “me quisiera retirar”.

–Ni se le ocurra.
–En realidad, uno nunca se retira aunque se vaya a otro lado. No existe el lugar donde no existan esos conflictos: ni en Brasil, ni en Europa ni en la Argentina misma. Uno tiene que ver cómo convivir lo más cordialmente posible con ese sentimiento de insatisfacción que lo acompaña esté en Colón o en Buenos Aires.

–Usted nunca fue cordial con el sentido común. Siempre discutió certezas instaladas...
–Lo sigo haciendo. Siempre estoy viendo cómo diría lo mismo de otro modo. Con otras preguntas, con otras interrogaciones. ¿Cómo abrimos nosotros el lugar que tenemos, cómo lo sostenemos, cómo lo ampliamos? ¿Cómo hacemos para estar ubicados en estas formas de la crítica que son forma de estar gozosas, pero también dolorosas?

–¿Quiénes son ese “nosotros”?
–Pienso en muchos músicos, en músicos que conozco en las giras que no tienen ninguna presencia en los medios. Tampoco quiero hacer un discurso quejoso: para estar de determinada manera, a veces prefiero no estar. Hay músicos que proponen algo inaudito. ¿Por qué retirar del arte la sugerencia de algo inaudito, nunca oído y hasta algo vituperable? ¿Por qué ceder a un sentido común aplastante, menor, que no nos deja pensar qué podemos hacer? Yo no soy una contestataria tipo Fogwill que sale a decir lo que se le canta y se hace cargo. Le envidio su valentía y su desparpajo. Yo me enojo más, en el momento del enojo digo cosas pesadas, pero no soy una maldita. Al contrario, soy una romántica. Usted siempre le atribuye a Horacio (González, de nuevo) ser el último romántico; me autoatribuyo ser la última romántica. Me atribuyo la ilusión casi religiosa de encontrar no un dios sino una forma de comunión de las personas más interesantes. ¿Va bien este reportaje?

–Supongamos que sí. Cuando canta, ¿piensa todo lo que me está diciendo? ¿O está interpretando y tal?
–No, en el escenario el que piensa pierde (ríe). En la música no hay pensamiento o lo hay bajo una forma extraña. Diría que el pensamiento y la música son lo mismo. El pensamiento en el escenario (cuando uno está cantando, está escuchando los acordes) tiene una armonía musical. La lógica es la de la música: compleja, inaudita, equivocada, errónea. Y muy gozosa, muy gozosa. Tal vez eso sean diez minutos en un concierto de una hora y media. Pero en esos diez minutos hay una suspensión o sustracción del yo que hacen que uno esté inmerso en eso que está haciendo. Ojalá fuera todo el tiempo. El pensamiento transcurre. Estoy alerta a la novedad que me sugiere la guitarra, un acorde o un golpe que hace Mariano, y me sumo a eso. O yo fraseo de otra manera y ellos se suman. Hay una situación tan novedosa y maravillosa, no es el pensamiento en términos tradicionales.
[…]

–Usted ha cantado en lugares en los que se come, se toma. ¿Las copas, esos ruidos la fastidian?
–Me fastidian los celulares. El que está tomando un buen vino (cosa que yo también hago en el escenario) no me molesta, seguro que me está escuchando. Claro, hay lugares donde no te escucha nadie. En el disco nuevo hice una canción con poesía de Manuel Castilla y música de Rolando Valladares, se llama “Canción de las cantinas”. Era el último día de grabación, tuvimos un problema con mi voz. Teníamos preparado un asado, era en el Circo Beat, el estudio de Fito (Páez). Se nos ocurrió que la única forma de tapar la voz anterior, que tenía el problema técnico, era poner micrófonos aéreos y hacer como que ahí estábamos en una cantina. Me gustó hacer ese efecto porque la letra de Castilla hace una pregunta formidable: “¿Qué se amontona en la noche?”. Mire si esa pregunta estuviera atravesando las caritas amables de los noticieros televisivos. Cambiaría todo. “¿Qué se amontona en la noche?” Una pregunta formidable, para reconocer que no sabe. Imagine una situación en la que alguien sostiene con el canto una pregunta fundamental, en un lugar donde nadie lo escucha. Eso les ha pasado a todos los músicos, a mí. Castilla escribe: “uno se queda en la cantina y alguno lo viene a compadecer”. (Castilla) dice “y todos están solos, tristes, queriendo creer”. (Se conmueve, se levanta, prende un cigarrillo, calla durante un ratito). Emociona. Si eso atravesara algún rostro de un taxista de esta Argentina degradada, otro gallo cantaría.

–¿Cómo traslada todo esto a una gira en Japón? La imagino, cientos de japoneses mirándola, sin compartir el idioma, la escuchan. ¿Qué pueden entenderle, de toda esa transmisión de palabras y sentidos? ¿La entendieron, no la entendieron, importa que la entiendan, cómo se comunica con ellos?
–Llegué a creer que mi voz, mi estilo de cantar, tienen algo que conmueve. En pocos conciertos tuve un traductor.

–¿Les explicaba quién era Balderrama o cómo es Salta?
–No me tomaba el trabajo de dar esas explicaciones. Pero si yo pregunto qué se amontona en la noche a alguien que me está escuchando, ¿qué tengo que suponer? ¿Que ésa es una pregunta que no le formularía a un japonés? Supongo que ésa y otras preguntas tan radicales se la formulan quienes te van a escuchar. Y al escucharlas, se emocionan aun no sabiendo. Pero es como si alguien percibiese (en el canto, en el color, en el fraseo) que hay algo radical, extremo, que está ocurriendo. Esto es pura metafísica pero es lo que efectivamente ocurrió.

–Una pregunta deliberadamente tonta, para que usted la dé vuelta. ¿La gente se emocionaba cuando “tenía” que emocionarse?
–Hay un supuesto en esa pregunta que no me convence.

–Una relación pavloviana con el público...
–Como las fiestas que hay ahora. Seguramente siempre fueron así pero yo no me daba cuenta. Esas fiestas que festejan cumpleaños o casamiento, que están preparadas, que tienen un disc jockey. ¿Cuál es el relato para explicar sobre el cual se diseñan? Un relato extraordinariamente claro: hay un momento para cada cosa. El momento de la alegría, el momento del erotismo (algún stripper o las bailarinas), un video de esa persona en sus años mozos, el momento de la emoción. Si yo diseñase mis conciertos sobre esa base, estoy frita. Yo lucho contra eso, ése es mi combate. Ese relato (se emociona)... no lo quiero para mí. Si somos capaces de sostener eso, somos capaces de hacer una revolución.
[…]

–La relación de González con Perón da para más de un libro. La suya, ¿cómo es?
–La mía es casi inocente, no es una relación política. Yo extraño a Perón, extraño esos momentos en los que... (busca inspiración en el techo, reformula) iba a decirle “en los que creíamos” pero no es adecuado. Yo sigo creyendo... En los que estábamos más alegremente en la creencia.

–Parece que extraña más a una época que a Perón.
–Ahí está, extraño una época. ¿Por qué no decir que en una vida como la mía, de 60 años, ésos fueron los momentos más felices? Esos y los del escenario. Más felices por sentirme acompañada y de haber sido capturada por esa idea de la historia que te llevaba a un lugar. Un lugar feliz. No que vos construís la historia sino que la historia misma te llevaba. No es que yo decidí tomar partido, cuando llegué a Rosario. No había ni tiempo para pensar, era una ola extrema y radical. No era la militancia, era la transformación del mundo, que es la de uno mismo. Aun hoy, pensando si habremos estado en lo cierto o no y haciendo una mirada crítica sobre eso, ese sentimiento de felicidad, ese gustito no lo cedo. A pesar del horror o a pesar de lo indecible. No podría decirle “perdimos, fracasamos”. O mejor dicho, podría decirlo, haciendo un análisis político. Y yo no voy a hacer un análisis político, ese fue un momento absolutamente comunitario y feliz. Diría que esos años ¿cuántos años...?

–Cinco, seis, diez como mucho.
–...los vivimos con una intensidad única. […]

* Publicado en Página 12 el 24/03/08