11.1.06

"el descubrimiento inesperado de un problema"

Principales tramos de una entrevista a Horacio González,
publicada el 7 de enero en La Nación.

-¿Qué cosas definen a un intelectual? ¿Cuál es su función primordial?
-El intelectual tiene una intranquilidad propia, personal, y un conjunto de instrumentos culturales para justificarla. Tiene una gran angustia. Para decirlo a la manera existencialista: sin angustia de origen es imposible ser intelectual. Y para decirlo a la manera de un mundo dominado por las grandes instituciones comunicacionales: tiene que haber también una cierta intranquilidad del lenguaje, una cierta disconformidad con el propio lenguaje. De esa disconformidad pueden surgir cosas. La ética del intelectual sería no decir nada sobre la vida pública y colectiva que no pueda, al mismo tiempo, volver como una interrogación sobre su propio estilo de vida, sobre sus propias condiciones de conversación y de habla. En ese sentido, hay una sombra kantiana sobre la idea del intelectual. Pero la verdad es que yo no me reconocería tan cómodamente en la herencia kantiana, aunque hay que reconocer que Kant definió con mucha precisión estos temas. Me reconocería más bien en la heredad de Jean-Paul Sartre.
-¿Se siente un intelectual comprometido?
-Yo no usaría esa palabra, por temor al ridículo. Creo que hay que tener fidelidades secretas en un espacio de comprensión pública más grande, capaz de tomar los temas del momento. Mi Sartre, en este momento, es un respetable residuo de palabras. Es un detritus interesante, porque es un ejemplo de alguien que sólo tenía para cultivar una palabra libre de carácter emancipado, pero que, al mismo tiempo, tenía que convencer a los demás de que podía opinar con todo derecho sobre la marcha del mundo. El quiso oponerse a lo que el mundo tiene de salvaje y al carácter desmantelador de los lazos vitales, de los convenios cotidianos y de los legados culturales que tiene la experiencia política contemporánea en la aplicación de los poderes.
-¿Cree que el intelectual sigue siendo la conciencia crítica de su tiempo?
-En este momento, creo que hay una tarea más diversificada para el intelectual. En general, un intelectual es un portador explícito de valores comunes y al hablar ya se señala como un abanderado. Pero ahora yo pienso en un tipo de intelectual que actúa con implícitos, abandonándose siempre a sus puntos suspensivos o llenando, sin que se advierta, los puntos suspensivos de los demás. Un intelectual sin un léxico profesional que lo identifique como tal, pero con intervenciones cuya fuerza se perciba en el descubrimiento inesperado de un problema. Por eso, intelectual no es nadie en singular, no es una persona portadora del nombre de tal.
-¿Ha cambiado la función de los intelectuales?
-Me parece que es un momento que puede ser más luminoso para ciertas personas que pueden asumir, sin proponérselo, una voz colectiva, de forma agonística.
-Al principio de la gestión, Kirchner tuvo algunos encuentros con intelectuales. ¿Hay en la actualidad una vocación de escuchar y una disposición al diálogo con los intelectuales por parte del Presidente o se rodea de un grupo pequeño y cerrado de colaboradores?
-Creo que es necesario crear esa disposición al diálogo. En ese sentido, creo que hay un capítulo próximo, que necesariamente va a recorrer el país, con una atención mayor hacia los intelectuales por parte de las instituciones públicas y de la institución presidencial. No digo "el Presidente", sino la institución presidencial. La institución política debe esmerarse en revisar sus propios fundamentos, y eso lo digo para el conjunto de las fuerzas políticas de la Argentina. En la época de Raúl Alfonsín se escuchó mucho a los intelectuales. Estaba el Grupo Esmeralda, que se sostenía en la autonomía intelectual de los que lo formaban. El gran momento de ese grupo fue el discurso de Alfonsín de Parque Norte. Eso condensó la época y fue una conjunción interesante. Creo que Kirchner es alguien que ha jugado de una manera imaginativa con su propio signo, con su propia persona, y ha descubierto que la política es un mundo de gestos, porque uno no es político si no descubre que la política es un mundo de gestos. Pero eso no lo sabe a cada momento, y se expone todos los días a ser hijo de sus propios gestos. Entonces, así como Kirchner escuchó el mundo popular, así como escucha de una manera ostensible las tradiciones políticas, así como establece un debate sobre una de las máximas tradiciones políticas argentinas, como es el peronismo, que está en debate, hoy falta apelar a las grandes tradiciones literarias y culturales argentinas. Un texto que falta en la Argentina es el que busque una nueva mancomunión entre los legados de las grandes transformaciones, que son los únicos que valen la pena.
-Pero el estilo del Presidente es más propenso al monólogo que al diálogo, y su retórica suele ser confrontativa. ¿Cree que es un estilo que admite el disenso y el diálogo crítico?
-Creo que tiene una oratoria interesante y su estilo es un estilo áspero, sin duda. Tiene aspereza, tiene barricada, tiene la capacidad de dar nombres propios y tiene la capacidad de enojar e irritar también, que es una capacidad constructiva interesante en el sentido de llamar al debate. La Argentina de hoy está discutiendo su destino con todas las fuerzas visibles, y me parece que de la irritación que genera su discurso todos podemos aprender. Ese momento de conmoción y de irritación que tiene su discurso puede ser la trama interna de donde surja este llamado a hacer nuevas alianzas, no necesariamente políticas, sino entre grandes tradiciones culturales. Creo que la crítica que se le suele hacer y que se escucha en los medios de comunicación -que no son favorables al Gobierno, en general- es que establece una lógica hegemónica. Me parece que el discurso es enérgico y muchas veces lineal, y muchas veces da lugar a que se piense que hay decisiones correlativas a ese discurso de homogeneizar su campo político. Por el contrario, creo que la figura presidencial está investida de un don interesante, que es cierto agonismo, a veces desmañado, y cierta invitación, por momentos desesperada, a que todos pensemos en nuestras propias posibilidades. No lo sé. Sólo lo vi una vez, diez minutos, cuando me propuso estar en la Biblioteca. Así que no hablo en nombre de la brevísima charla que tuve con él cuando me propuso estar aquí, ni tampoco en nombre de una obligación profesional política que no tengo.
-¿No es un estilo cerrado al diálogo?
-Que ese discurso cierre las posibilidades de un diálogo es raro. Su discurso, en sus propias bases, tiene una suerte de interrogación permanente sobre sí mismo y sobre las posibilidades de un país que a cada paso cree que sale del abismo y que se encuentra nuevamente con viejos tropezones. Eso exige por parte de un presidente que tiene un legado cultural a su espalda, que lo pone en juego de una manera muy crítica, un esfuerzo intelectual que, en este caso, tendrá que ser compartido, y que exige un reconocimiento de que hay un intento muy fuerte de romper con la historia cíclica de la Argentina. A veces se piensa que hay setentismo, montonerismo. Yo no veo que haya eso. En definitiva, todos somos un poco pensionistas de la historia y todos hablamos en nombre de lo que fuimos. Pero si yo interpreto correctamente lo que aparece en este horizonte, es una apertura a veces desgarradora del legado anterior para pensarlo con palabras nuevas, incluso, a veces, con palabras toscas.
-¿En qué sentido Kirchner es peronista y en qué sentido ha dejado de serlo?
-Esa es una pregunta absolutamente válida, en primer lugar, para el propio Presidente. Si no se toma con trivialidad y no se toma para un examen banal y acusatorio, o para el festejo, creo que es un drama de la conciencia política del Presidente. Y creo que es uno de los dramas más interesantes de la Argentina. El peronismo llenó de palabras el país y usó la palabra "doctrina" y la palabra "verdad" de una manera muy explícita. Creo que la Argentina está en el momento de poner sobre esas palabras, "doctrina" y "verdad", un orden de interrogación mucho más exigente. Creo que Kirchner pone en juego esa cuestión. No dice soy o no soy peronista, sino que convierte cualquiera de esas posibles afirmaciones en un interrogante. Kirchner es el poder de los interrogantes: interroga aun cuando parece aseverar. Confronta frontalmente, como se ha dicho, pero esa frontalidad es su manera angustiosa de interrogar a los círculos oponentes y a sí mismo.
-¿Qué tensiones y contradicciones se le presentan a un intelectual que acepta una función pública, como es su caso?
-Es problemático y angustiante, porque ahí se llega a un punto interesante, pero autodestructivo, que es "por qué lo hice". Creo que hay que aceptar que el problema próximo es: por qué no me mantuve hasta el fin en un lugar más atenuado desde el punto de vista del compromiso con una institución. Siento que crucé una línea, pero en el lugar donde estaba tampoco me sentía muy cómodo. Me sentía actuando en nombre de una herencia cultural y política y de la memoria de los intentos de la transformación en la Argentina. Esa memoria sigue siendo la mía.
-¿Qué cosas se descubren en la función pública?
-Yo descubrí que no es posible estar en algún lugar de poder sin tener miedo. El miedo es el sentimiento que surge cuando uno descubre que los actos de uno tienen esa carga de negatividad que pueden destruirte. Cuando doy clases en la universidad, algo que sigo haciendo, ese sentimiento no brota. Una clase es un invento esencial de la vida cultural, es el lugar en el que se puede ser feliz por un momento. Una buena clase es un buen tejido de palabras con fuerza pedagógica que aparta, de algún modo, el conflicto. La clase es un momento luminoso.
-La Biblioteca parece condensar en pequeño todas las tensiones, los desgarros y la facciosidad que se dan en el nivel más amplio del poder. ¿Cómo se encara la tarea de conducción con restricciones presupuestarias, reivindicaciones salariales y conflictos gremiales?
-La Biblioteca es una institución política que tiene momentos de facciosidad y momentos de gran integración, como el Estado. No sólo se puede, sino que es necesario trabajar. Esas restricciones nunca van a desaparecer. Aunque yo no las llamaría restricciones: son formas de instigación política. Ahí me baso en el viejo Maquiavelo y en el discurso de Tito Livio: "El conflicto es materia prima de la política. El que no sabe actuar en el conflicto, vuelve al monasterio". No hay otro lugar para estar. Creo que el conflicto es un lugar para estar con estilos de comprensión justa de las cosas. El conflicto puede devorar también, ¿no? Hay que estar preparado y hay que saber ser devorado. En cuanto al presupuesto, pediremos más. Está en los límites de la Argentina, pero con el presupuesto actual se pueden hacer cosas. Además, la Biblioteca debe generar también nuevas áreas de investigación. No sólo tiene que esperar a los investigadores y los lectores: tiene que crear investigadores y lectores. En eso estamos muy demorados, como todas las bibliotecas del mundo. Yo tengo una concepción bibliotecaria de creación de investigadores. Entonces se invierte la relación: que los investigadores esperen una nueva Biblioteca Nacional.
-¿Por qué cree que su figura generó resistencias ?
-Bueno, no creo que sea así, que haya resistencias. Me llevo muy bien con todos, aunque tomo las críticas con el regodeo de un sibarita. Es cierto, sin embargo, que al no tener un idioma profesional ni esgrimir saberes específicos, muchas veces lo que yo pienso como un ámbito de libertad puede verse como una vanidad, sin deberes hacia nuestro lenguaje técnico de autocontención y cálculo. Yo estoy ausente de tecnicismos, pero a veces, y por eso mismo, lo que pienso como un elemento de emancipación puede verse como arrogancia. Si tiene sentido ser intelectual es para sufrir la desgracia de querer denunciar los obstáculos que ponen resistencia a lo bueno, aunque sin darse cuenta de que en ese acto uno podría generar esas mismas resistencias. Sin esa paradoja no hay intelectual. La vida intelectual no existe al margen de esa paradoja.
Por Astrid Pikielny Para LA NACION